martes, 17 de mayo de 2016

Reconstruccion de "Asesinato a Distancia"

          En la materia Literatura, con un compañero extendimos una parte del cuento de Rodolfo Walsh llamado "Asesinato a distancia". Aqui esta la parte de su cuento analizada y extendida por nosotros.
         "[...]Las palabras quedaron flotando en el ambiente, impregnándolo de extrañeza. Daniel Hernández se revolvió incómodo en su silla de cañas. A su lado divisaba la silueta taciturna de Silverio. El cigarrillo, minúsculo corazón de pausado latir, le encendía a intervalos regulares las facciones reposadas y melancólicas. Daniel lo notaba envejecido. 
               El chillido áspero de una gaviota invisible surcó el cielo del atardecer. Como desmintiédolo, se oyó en la playa una risa [...], que parecía hecha de menudas cuentas de vidrio. Después una voz masculina, pausada y grave[...]"
              Como cada febrero, se hallaban vacacionando en la costa Argentina. Sus familias estaban ya dormidas, erosionadas por el sol y el mar. Cinco niños esperando al día siguiente para construir efímeros castillos de arena, junto con dos trabajadoras mujeres de piel cálida. Eran ya cerca de la una de la mañana cuando los hombres se dispusieron a dar un paseo nocturno por la playa vacía.
     Tras los médanos infinitos divisaron dos figuras. Un sujeto de un metro ochenta, aproximadamente, vestido con una manto hasta los pies. A su derecha luchaba una joven de unos trece años. De cabello azabache y sin vida, la muchacha gemía de dolor en lo profundo de la noche sin estrellas. Lo que de lejos parecía una risa era en realidad un despavorido aullido de horror. Sus gritos afilados penetraron en la piel de los testigos, quienes todavía no se habían percatado de que se trataba de un hombre sometiendo a una niña. 
          Silverio era un ex-combatiente, actual policía de la federal. Un verdadero apasionado de su trabajo. Se había enfrentado a los ingleses en Malvinas; flaco, paranoico y auténtico conocedor del dolor humano. Sus ojos insomníacos se exaltaron cuando escuchó aquel alarido, el cabello plateado se le erizó hacia el cielo azul. Hernández lo observaba con los cinco sentidos, más pendiente de su compañero que de los sangrientos aullidos. Lo aterraba la idea de una potencial crisis nerviosa de Silverio; el ingeniero conocía a su amigo tan bien como a la vieja playa de Santa Teresita en la que estaba divagando y sabía cuando tenía razones para alarmarse.
           A medida que los hombres seguían a sus oídos, la voz masculina se hacía cada vez más pesada y agresiva. Daniel quedó petrificado ante tal violento escenario. La niña se escurría como arena en un reloj en un souvenir típico de la ciudad balnearia, esforzándose por escapar de las garras de la bestia. El tipo de barba de virulana se mecía sobre ella de manera sistemática y nerviosa. Al oficial se le evaporaba la sangre.
        Y entonces Hernández ató cabos; encontró el por qué de la mutación en las facciones de Silverio. Había pasado una docena años pero el recuerdo seguía a flor de piel. El viejo apretaba la mandíbula y cerraba los puños, como si estuviese preparándose para desfigurarle la cara al sujeto que violó y mató a su hija doce años atrás. 
En una fracción de segundo Silverio arrancó el arma de su cinturón. Inmediatamente y sin medir las posibles consecuencias, el ingeniero se abalanzó sobre él, al grito de "¡Soltá eso, loco!", en el afán de evitar un asesinato a distancia. Derrumbado en el suelo y con el cuerpo cubierto de sudor helado, el comisario vio cómo el violador se detuvo y volteó desconcertado ente el barullo. Hernández se estremecía y enterraba los dedos en la arena desdeñosa. Estaba desesperado y el suspenso lo consumía. 
         La harapienta señorita se levantó entonces del suelo, como un ave fénix resurgiendo se sus cenizas. Decidió entonces tomar ventaja de la situación. Con sus esqueléticos bracitos –y una fuerza exagerada para una joven de su edad– la mujercita levantó una piedra de tamaño colosal y la dejo caer sobre la cabeza del agresor. El cuerpo de un metro ochenta se desparramó inerte sobre el suelo. La escena duró unos quince segundos, tiempo suficiente para quedar grabado en las retinas de sus paralizados testigos eternamente.

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